Hacía tiempo que no veía a Juan. Pero bastante tiempo. Creo, nunca tengo nada claro. Y el tiempo se me pasa rápido. Como a todo el mundo, menos a los niños.

Cuando era niña, esperar cinco minutos era mucho, mucho. Esperar no importaba cuánto tiempo, siempre era mucho; esperar en cualquier lado, y cualquier cosa. Era terrible esperar sentada en la sala de espera del dentista, esperar a que saliera el paciente, el infeliz al que escuchaba llorar. El pobrecito que había estado sentado antes que yo en el horrible sillón blanco, bajo los reflectores de luz blanca que encandilaban. El chico al que sentía casi hermano en el sufrimiento, el que soportaba más o menos igual que yo el torno penetrando en el cerebro. En esos minutos sentía que la espera eran horas, horas de sufrimiento anticipado. No me olvido de su aspecto; tenía más o menos mi altura, el pelo castaño y lacio le daba un aspecto de un picapalo, y salía del consultorio con aire avergonzado, los ojos hinchados, rojos, la vista fija en sus zapatos Incalflex negros.

Esperar el timbre del recreo, también era una agonía; rápido, que sonara antes de que la maestra me preguntara cuánto es siete por ocho. YEsperar era una agonía, esperar lo que fuera, el panadero que traía los bizcochos tibios las mañanas, y que parecía que ese día, justo ese día no iba allerar; esperar a que se fuera mi abuela vigilante del comedor diario para escurrirme hasta la cocina y tirar, sin que me viera, el café con leche dentro de la pileta de la antecocina.

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